Joan Barril: La crisis y los taxis cansados
BARCELONA.- La crisis tiene una luz verde en el techo de los coches. Me refiero, naturalmente, a los taxis. Pillar un taxi ya no es misión imposible, sino que la oferta de taxis libres es hoy más intensa que otros años. Ayer, por una extraña fatalidad mecánica, me quedé sin moto y ahí estaban los taxis para cubrir mis necesidades de desplazamiento. El taxi es el transporte público más pequeño y más transgresor. En el taxi no se cumple el precepto de «prohibido hablar con el conductor». Más bien, en ciertos casos de locuacidad imparable, es el conductor el que habla con el pasajero. En el mundo del transporte público nadie aspira a ser conductor de metro ni de autobús. Pero todo el mundo se atreve a ser taxista, de tal manera que en el interior de los coches se suelen establecer extrañas vibraciones de mal humor e intensos debates sobre los itinerarios urbanos. Probablemente es esa condensación del espacio lo que genera en los pasajeros sentimientos intensos que van de la amabilidad máxima hasta el recelo mutuo. El pasajero piensa si el taxista será un pícaro advenedizo mientras que el taxista, cargado con el miedo ancestral de la especie, intuirá tal vez que su huésped no es otro que un atracador que aspira a su recaudación.
Aun en el supuesto que el trayecto -curiosamente llamado carrera- transcurra en silencio, lo cierto es que siempre se corre el peligro de escuchar por la radio la soflama de algún tertuliano que nos golpea la razón y el estómago de las ideas. En otras ocasiones el sonido ambiental viene marcado por las conversaciones que los taxistas mantienen entre sí mediante su frecuencia privada. Por alguna extraña norma empresarial los conductores se tratan de usted y nutren su deambular ciudadano de chascarrillos y comentarios, de tal manera que en vez de ahorrarnos la interpelación del taxista gracias a estos artilugios podemos escucharles a todos a la vez.
Mi día de taxis empezó con una agradable sorpresa. El conductor me miraba a través de su espejo retrovisor hasta que, en un semáforo, se giró y me dijo si no le reconocía. Ahí estaba Albert, compañero que había sido de la Facultad de Filosofía. Hegel, Kant, Aristóteles eran nuestros copilotos. Hablamos. «Te sigo». «¿Y tú?» «Ya ves. Eso del taxi es algo seguro. Veo la ciudad y la digiero con lentitud». Le digo que también Platón decía que aprendíamos a conocer el mundo por las sombras que el mundo dejaba en las paredes de su caverna. Reímos. Albert me invita al trayecto y nos deseamos volver a encontrarnos por las calles.
El regreso es muy distinto. En la plaza de Sant Jaume hay una pequeña parada de taxis. No siempre se ponen de acuerdo para saber quien puede ser el primero en encochar -palabra genuina del mundo del taxi- al pasajero. El vehículo es demasiado grande para una sola persona. Y el taxista empieza a cantarme las excelencias del coche. Un cartel indica que están en venta coche y licencia. Insiste con pasión de vendedor como si yo fuera un eventual comprador. «¿Y por qué se lo vende? Usted todavía es joven. Y el taxi es un negocio seguro». Me dice que está cansado. Ese es el problema de las crisis. Cuando no hay nada que hacer la gente se da de bruces con el cansancio y lo deja todo. Se va de vacaciones o se va al retiro. Las luces pronto ya no serán verdes. Simplemente las luces se apagarán definitivamente. H