Taxi contra Uber: un problema

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 FERNANDO MÉNDEZ IBISATE. La convivencia entre el denominado gremio del taxi y los vehículos de alquiler con conductor tiene muchas décadas y nunca fue “una selva sin normas”, algo, por cierto, imposible, pues la selva tiene reglas: las de la selva, distintas a las del mercado. Uno y otro han estado siempre regulados mediante leyes o normas y, lo que es la clave de sus problemas, ambos han funcionado bajo licencia administrativa.

Jamás he solicitado, aunque sí utilizado cuando, por ejemplo, iba a las excursiones de final de curso con mi colegio, los servicios de vehículo con conductor, pues en mis desplazamientos por la ciudad, cuando lo preciso y no utilizo el transporte público, pido un taxi. Y, seguro que como en su caso, la multitud de servicios y usos de taxi dan para múltiples experiencias, la mayor parte satisfactorias o excelentes pero, por aquello de que los malos recuerdos prevalecen, también otras muchas y variadas poco gratas o edificantes.

En general, no le falta razón al usuario del servicio cuando se queja de muchas carencias, malos hábitos, escasa adecuación técnica de vehículos (a veces de las personas que los llevan) y también falta de atención al cliente o de diligencia por parte de quienes lo prestan.

No me malinterpreten. Nada tengo contra nadie y menos contra los conductores de taxi que pasan muchas horas al volante, casi siempre para obtener ingresos muy lejos de ser una bicoca, y a veces se encuentran también con usuarios que tampoco son, cuando menos, ejemplares en sus formas. Lo que expongo es que tales formas, modos, carencias e ineficiencias son producto de la intervención y propias de sectores o actividades protegidos de tener que competir. Y es así porque ob- tienen del poder político un monopolio o unos privilegios administrativos que evitan cualquier competencia.

El prototipo de tales privilegios son las actividades que operan bajo licencia y éstas son diversas; no sólo se dan en el taxi, sino en farmacias, estancos, kioscos de prensa o de otro tipo, en muchas actividades culturales de ayuntamientos, algunos colegios profesionales o las cadenas o emisoras de radio.

La televisión también respondió a ese tipo. Recordemos cuando el Gobierno de Felipe González otorgaba un corto número de licencias para dilatar el viejo intervencionismo de las dos cadenas. Pero en la televisión, los cambios tecnológicos han acabado con el pacto entre poder político y (algunos) empresarios, tumbando el monopolio administrativo de las licencias, porque no fue posible poner puertas a nuevos entrantes en el mercado que buscaban el beneficio derivado de la empresa, que colisionaba con el derivado de la concesión o privilegio administrativo (búsqueda de rentas).

Eso no ha sido igualmente posible, de momento, con la radiodifusión o las telecos, aunque los cambios tecnológicos han permitido en ambos sectores mayor competencia, a la par que han introducido nuevos oferentes y otra estructura, impensables a principios de este siglo XXI.

También las farmacias tuvieron que introducir más apertura a la competencia hace décadas, aunque todavía hay importantes trabas a la misma. Y la prensa escrita o en red no tiene tal sistema porque, en democracia, se consideraría un retorno a viejas prácticas del estilo Pravda o Arriba, si bien algunos políticos andan por la labor.

Tales intervenciones distorsionantes y hurtadoras de la libertad siempre encuentran justificaciones espurias por parte de los políticos: la defensa de algún grupo o de sus derechos; motivos técnicos o de colisión de la oferta; igualdad o solidaridad; cultural… La del interés común o que si el sector del taxi, y del alquiler de vehículos con conductor, no se rigiese mediante licencias administrativas tendríamos un exceso de oferta, perjudicando ganancias o ingresos de los actuales oferentes, es tan absurda y falsa como que tal cosa no sucede en cualquier otra actividad, profesión, mercancía o servicio: la libertad de entrada a poner un negocio de pan no significa que todo el mundo será panadero y, si tal cosa sucediese, el mero ajuste de precios, con efectos en ingresos o ganancias, regularía de nuevo el mercado, como de hecho sucede en todo momento y en todas partes.

El sistema de precios es lo que ajusta y asigna los recursos escasos, presentando límites ante la ausencia de derechos de propiedad; lo que no es el caso, pues el sistema de licencias lo que hace es apropiarse de forma monopólica de tales derechos existentes.

Las normas o reglas, así como su vigilancia, respecto de vehículos, características básicas, capacitación de los conductores, revisiones de todo tipo, etc, pueden seguir ahí, incluso mejorarse en su eficacia, y no es necesaria la organización de la actividad mediante licencia administrativa, que limita, como en el caso de los estibadores, la libertad de acceso a una profesión y al desarrollo de una actividad, en este caso por el poder arrogado por algún burócrata que decide sobre las licencias.


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